El licenciado Miguel G. Payán se ha echado a cuestas una tarea bastante noble, aunque evidentemente muy difícil, con todo y que cuenta con el más solidario apoyo de gente de posición económica solvente: pretende a toda costa que la parroquia de San Fernando vuelva a lucir la cúpula que el huracán “Jimena” desbarató.
En días pasados fui a la integración de un grupo que, convocados por el licenciado Payán, comprometieron su apoyo a todo tipo de gestoría y labor que se haga para la reconstrucción del templo de San Fernando, la catedral de Guaymas que, desde septiembre de 2009, luce desolada, aniquilada, y lo que es peor, en el olvido de quienes teniendo en sus manos la posibilidad de autorizar los recursos para levantarla de nuevo, se han vuelto indiferentes.
Entre las personas que mostraron su interés en apoyar la causa, está el señor Marco Antonio Llano Zaragoza, el doctor José Luis Marcos León Perea, actual diputado federal, el regidor Jorge Villaseñor y el párroco de San Fernando, entre varios más que asumieron con simpatía la inquietud de restituir a Guaymas lo que por décadas ha sido uno de sus más orgullosos símbolos característicos.
Lamentable en verdad que el Instituto Nacional de Antropología e Historia, con esa prepotencia con que trata los casos de mantenimiento, reconstrucción o rehabilitación de los edificios históricos, patrimonio de los mexicanos, haya mostrado tanto desdén a las gestiones de León Perea para aplicar los poco más de 4 millones de pesos que se ocupan para levantar la cúpula del templo.
A tanto llega el desprecio de la gente del INAH en Sonora, que la directora, cuyo nombre no tengo a la mano de momento, ni siquiera asistió a la formal invitación que se le hizo para este evento, donde se dio la voz de arranque para buscar, por las vías necesarias, los recursos para que Guaymas tenga de nuevo su hermoso templo en funciones.
Bien por el licenciado Payán y la gente que se ha integrado a su propósito. Más guaymenses así son los que se necesitan para que Guaymas dejé atrás esa lamentable posición, la de ser un pueblo donde el chisme es siempre más importante que una labor noble.
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Cuantas veces he escrito que la licenciada Sara Valle Dessens es una mujer honesta, lo he hecho por que tengo la plena convicción de que así es. Al margen de que llevo una respetuosa amistad con ella, conocí de cerca su inquietud por hacer un trabajo limpio cuando fue alcaldesa, cargo del cual fue separada de forma por demás injusta. Una historia qua ya todos conocemos.
El trato que he llevado con ella es suficiente para insistir en que a ésta mujer le bloquearon su carrera política por intereses ajenos al buen deseo de servir. Y cuantas veces sea necesario, ahora ya por la amistad que sostengo con Sara, seguiré diciendo que es una mujer honrada. Idealista, quizá, aferrada a sus principios y convicciones, pero honesta.
Por esa misma razón es que yo reiteraré cuantas veces sea necesario, que Mónica Marín Martínez es una mujer honesta y honrada. No sólo la conozco a ella, conozco desde hace muchísimos años sus antecedentes familiares, soy amigo personal también de varios de sus hermanos, y no tengo ningún empacho en decir que son gente muy trabajadora, que si algo han hecho, ha sido a base de esfuerzo y hasta sacrificios.
A mi nadie me ha pagado un peso por exhibir públicamente la opinión que de ambas tengo, y si alguien asegura de manera por demás torpe que ya me “llegaron al precio”, tendría que analizar primero cuánto dinero me habría pagado mi amiga Sara para aferrarme a la idea de que es una mujer limpia de pensamiento y corazón. Sara jamás me dio un centavo para formarme una opinión de ella. Mónica tampoco lo ha hecho.
Antes de “aflojar la lengua” hay que tener cuidado en no mordérsela.