Cuando Luis Héctor Padilla Ruiz, director de periódico El
Vigía, me presentó a Alfredo Jiménez Mota, diciéndome “va a entrar a trabajar
con nosotros, te lo encargo mucho”, el muchacho me cayó bien. El clásico
sonorense, de carácter campechano, muy seguro de sí mismo. Él llegaba a cubrir
la información policaca de nuestro medio, y desde un principio asumió la
costumbre de llegar, todos los días, y meterse a mi oficina de Subdirector a
comentar sobre los temas del día.
Su tradicional saludo “buenos días, ¿cómo amaneció?” se
había hecho costumbre para mí. Y yo sabía que tenía que dejar lo que estaba
haciendo porque él siempre llegaba dispuesto a platicarme una a una las notas
que había recogido en la Dirección de Seguridad Pública o demás instancias
donde buscaba la información. Algunas le causaban hilaridad y me decía que
quizá no tenía sentido publicarlas. Pero era una sección donde tenía que usar
su criterio para definir qué era importante y qué no.
Alfredo Jiménez. |
Un día vi que revisaba unas fotografías y le pregunté al
respecto. Me dijo que se trataba de un grupo de narcotraficantes que trabajaban
en el sur de Sonora y Sinaloa, y me pidió autorización para publicar algo al
respecto. Tuvimos una larga conversación sobre el tema. Yo le insistía en la
inconveniencia de enfrentarse a gente acostumbrada a matar, y él sostenía su
hipótesis de que “alguien tiene que empezar a denunciarlos públicamente”.
Esto ya lo comenté en una ocasión anterior. Le dije “mi
querido Alfredo, si tú me garantizas que publicando esto y la consecuente
muerte de nosotros dos, el problema del narco desaparece como por arte de
magia, adelante, yo te apoyo para que lo publiquemos”. Sonrió con un dejo de
decepción y me dijo “¿entonces no se puede publicar?”
Alfredo era un muchacho demasiado aventurado en la
cuestión periodística. Su espíritu era similar al de los comunicadores que han
llegado a niveles impresionantes por su forma temeraria de escribir.
Desgraciadamente, la mayoría de ellos han caído abatidos por las balas
criminales de quienes no están de acuerdo con su opinión. Ayer, a 8 años de su
desaparición tras haber estado en las filas de periódico El Imparcial, se
confirma que en México la libertad de expresión es una falacia.
Nadie sabe --al menos de los que lo conocimos-- qué fue
lo que pasó con Alfredo. Simplemente se dijo que un dos de Abril alguien vio
que lo subieron a un carro y nada más. Se han hecho cientos de conjeturas sobre
su presunta muerte, incluso algunas de ellas con tintes de protagonismo. Lo
cierto es que oficialmente, ya no interesó continuar con las indagatorias.
Quizá hasta “carpetazo” le dieron al asunto, pero no quieren decirlo todavía,
hasta que la imagen de Alfredo vaya desapareciendo del recuerdo de todos.
Sin embargo, al menos en los que lo tratamos, lo
apreciamos y lamentamos su desaparición, cada dos de Abril estaremos recordando
a las autoridades que tienen un gran pendiente con los medios de comunicación. El
hecho de que haya nuevos gobernantes no los exime de responsabilidad en cuanto
a continuar con las investigaciones para saber qué pasó con él. No informar
nada sobre el tema habla de complicidad, miedo, proteccionismo o vaya usted a
saber qué más.
Y mientras esto continúa, quede claro a quienes critican
al periodista que no publica noticias relacionadas al narco las razones que
existen para ello. No es miedo, por supuesto que no. Pero así como hoy los
padres, hermanos y demás familiares de Alfredo lloran su partida, cada uno de
nosotros tiene descendencia a la que hay que proteger, incluso por encima de lo
que nuestra vocación nos dicta.
Buen día para todos.