La revocación de mandato de la licenciada Sara Valle Dessens no fue, como se quiso interpretar por algunos de sus contrarios, por cuestiones de corrupción o cosas del estilo. La injusticia cometida en contra de la única mujer que ganó un proceso electoral para adjudicarse el derecho de ser alcaldesa fue por cuestiones meramente políticas. Es un asunto que no tiene discusión.
Sara es una mujer idealista, y eso no es ningún pecado. Ella tiene sus convicciones, y está tan segura de ellas, que hoy en día es recordada como una funcionaria pública que, al mando del municipio de Guaymas, salió con sus manos totalmente limpias de la administración pública. Pero no solamente eso. Es cuestión de preguntar sobre su prestigio en la escuela donde brinda sus servicios como maestra. Es una de las apreciadas por el alumnado y respetada por sus compañeros docentes.
Su forma de ser, de pensar, sus firmes convicciones tanto ideológicas como políticas, son las que hicieron encolerizar a quienes a toda costa querían someterla a la regla oficial. Esa rabia infinita invadió al entonces Gobernador Armando López Nogales, quien en un ataque despiadado y cruel encabezó la feroz lucha contra la presidenta de Guaymas, aplastando arbitrariamente la voluntad popular y poniendo en su lugar a un títere, manejado hasta por los entonces encargados del mantenimiento en Palacio Municipal.
Por eso se puede considerar que lo ocurrido con Sara fue una infamia. Fueron sus ideales los que convencieron entonces al pueblo de Guaymas para darle el voto mayoritario. Pero eso no lo entendieron sus enemigos, quienes por sobre la decisión ciudadana, decidieron arrebatarle el cargo legítimamente ganado. Bien pudieron hacerlo de otra forma, hasta haciéndola quedar mal con su gestión administrativa, pero el castigo tenía que ser ejemplar.
La separación de Sara como alcaldesa pudo, sin embargo, no haber sido una infamia. Si la presidenta hubiera permitido corruptelas dentro de su administración pública de manera por demás evidente, si se hubiera convertido en una funcionaria encerrada a piedra y lodo en sus oficinas, si hubiese hecho acuerdos sucios “en lo oscurito” y tomarse fotografías con los poderosos de otros partidos, si hubiera mentido constantemente a sus gobernados y hubiera hecho las cosas a su libre arbitrio, hubiera dado razones de más para que la hubieran sacado a empellones de Palacio Municipal. Pero no fue así.
Jamás se vendió a gente de ideología distinta a la suya, jamás se reunió con los caciques del entonces partido oficial para hacer acuerdos que le permitieran beneficiarse económicamente en lo personal, ni tampoco creó empresas para darle servicios al Ayuntamiento, y mucho menos benefició a compadres y amigos con las obras públicas. Su misma convicción ideológica la llevó a tratar de hacer siempre las cosas limpias. Tuvo la vergüenza suficiente para no desprestigiar su nombre con acciones que pusieran en entredicho su honorabilidad.
Ella provocó el enojo del entonces Gobernador del Estado porque éste quiso someterla a seguir una regla oficial y no lo permitió. Pero no lo hizo enojar por actuar con deshonestidad, por traicionar confianzas o por hacer acuerdos políticos con otras corrientes ajenas a la suya. Ella era militante perredista por convicción, siguiendo la doctrina del partido amarillo, y jamás anduvo coqueteando con gente de otros partidos políticos. Mucho menos tomarse fotografías para luego presumirlas en abierto reto a Hermosillo. Sara fue honesta consigo misma.
No es bueno provocar la molestia de un Gobernador. En cada estado hay una jefatura política, y quien se atreve a enfrentarla sabe que lleva el riesgo de perder.
A Sara lógicamente le dolió la infamia cometida en su contra. Pero ella salió con la frente en alto.
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