Nadie debiera oponerse a los propósitos de dejar fuera de las filas de las corporaciones policiacas a aquellos elementos a quienes se compruebe que son adictos a las drogas o, en el peor de los casos, tienen nexos con la delincuencia organizada. Es absurdo asumir una actitud de defensa a favor de quienes no garantizan estar aptos para cumplir con su más sagrado objetivo: proteger la integridad de la sociedad en general.
Si de algo se queja el ciudadano es de tener a gente nociva en la policía, y resulta incongruente que, a estas alturas todavía existan personas que quieren anteponer recursos legales para tratar de proteger a quienes no se protegen ni a sí mismos. La adicción a las drogas es un problema personal, y el resto de los ciudadanos no tienen por qué estar pagando un sueldo a quien en estado anormal viste un uniforme que lo ubica como defensor del delito. Menos todavía a quien participa en hechos delictivos de mayor gravedad.
Hasta repulsivo resulta cuando vemos a gente que se suma a los tontos reclamos de los agentes descubiertos en sus irregularidades, exigiendo un cumplimiento a la Ley que ellos mismos no practicaron, como si fuera obligación del gobierno seguir dando oportunidad tras oportunidad, sobre todo a quienes consumen drogas aún en horario de trabajo, lo que lejos de representar un apoyo para el ciudadano lo convierte en un potencial peligro.
La responsabilidad que yo veo en quienes aplican la Ley es que han sido demasiado tolerantes con ese tipo de personas (policías delincuentes y defensores), y en múltiples ocasiones, por el temor a una manifestación pública que se convierta en desorden, permiten que el problema persista y en consecuencia se agrave. La mano no debe temblar cuando se trata de garantizar la seguridad del ciudadano. Esos policías deben estar fuera de las corporaciones.
Cierto es que una vez en la calle, la sociedad tiene otro riesgo: esas personas ya no tendrán ningún cuidado en esconderse y se integrarán de lleno a las filas de la delincuencia, pero es preferible que estén ubicados como tales a ser una hipócrita garantía de un útil guardián del orden público.
La depuración no solamente es necesaria. También es urgente. A los ciudadanos ya nos resulta demasiado preocupante no saber de quién protegernos, si de los delincuentes o de los policías. Es por demás apremiante contar con una policía confiable, con agentes realmente entregados a su compromiso de servir y de ofrecer una actitud confiable para el resto de la ciudadanía.
Ahora esperemos que esto no sea puro “blof” y sirva únicamente para llevarnos otra amarga experiencia. Es decir, que quienes hoy acusan con índice de fuego a los agentes adictos y/o delincuentes, no sean parte también de un compromiso con los primeros niveles de la delincuencia en México y estén respondiendo a esos intereses. En un futuro inmediato nos daremos cuenta si este propósito fue sano o un circo más.
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