La computadora donde solía
escribir estaba enfrente de la puerta de mi oficina. Todos los días llegaba y
se metía a conversar un rato conmigo. Siempre traía algo nuevo que contar.
Desde un principio se inclinó por la sección policiaca, y previa autorización
de Luis Héctor, casi de inmediato se le asignó.
Me platicaba a detalle cada una
de las notas que había ido a recoger de los partes policiacos. Algunas de ellas
me las compartía con seriedad y hasta con preocupación. “Qué mal está el mundo”,
me dijo en una ocasión. Pero de otras soltaba la carcajada. “Ya ni chingan estos”,
decía cuando leía que algún borracho le había pegado a su mujer y ésta, tras
denunciarlo, salía en su defensa contra los policías que querían aprehenderlo.
Regularmente terminaba temprano.
Se iba a comer y regresaba por la tarde. Le gustaba que la sección estuviera
actualizada, y no pocas veces se quedó hasta en la noche a complementar una
información para que saliera “fresquecita” al día siguiente. Le gustaba su
trabajo, lo hacía porque le atraía ser el conducto para que la gente recibiera
a tiempo la información. Y a mí me gustaba la forma en que se desenvolvía como
reportero.
Sin embargo, todos los días me
insistía. Quería meterse de lleno a manejar información relacionada con el
narcotráfico. Mi labor de persuasión era casi diaria. Se lo dije en una
ocasión: “si publicamos lo que quieres, a ti te van a tronar por escribirla y a
mí de paso por publicarla”. Creo que terminé por convencerlo de que ahí no
publicaríamos nada cuando le dije “garantízame que si nos matan a ti a y a mí
por publicar todo eso se va a resolver el problema del narcotráfico en el país,
y con gusto le entro contigo”. Sonrió sin quitarme la vista, desalentado movió
la cabeza y se salió de mi oficina. A los pocos días renunció.
Todavía cuando entró a trabajar a
El Imparcial me llamó por teléfono en par de ocasiones. “¿Qué pasó, oiga?”, me
saludaba. De inmediato le conocía la voz. Nunca se fue ni molesto ni enojado
conmigo. Sus llamadas eran para saludarme y para agradecerme la oportunidad que
le había dado de trabajar en El Vigía.
Hace ocho años desapareció. Hasta
este momento, su familia de Empalme no tiene un solo indicio de su paradero,
con todo y las promesas oficiales de que irían hasta las últimas consecuencias
para encontrarlo o al menos saber qué fue lo que pasó con él. Las conjeturas en
todo este tiempo se han multiplicado, pero sigue sin aparecer. Se han creado
historias, algunas absurdas, de lo que hicieron con él. En todo el arsenal de
noticias al respecto, las cosas se fueron confundiendo cada día más. Hoy es
literalmente imposible que alguien, algún día, revele la verdad.
Me pesó mucho su desaparición. Su
carácter bonachón y tranquilo contrastaba radicalmente con la dureza de sus
reportajes. Esto último, dicen, es lo que provocó su desaparición. No podemos
decir que su muerte, porque nadie sabe qué pasó con él. Me pesó, pero también
me preocupó. Me hizo ver que los periodistas, en Sonora, como en el resto del
país, estamos total y absolutamente indefensos ante un gobierno que resulta incapaz,
inútil e inservible para garantizar el legítimo derecho a informar.
Un abrazo a donde estés, amigo
Alfredo Jiménez Mota.
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