Ayer por la tarde iba llegando a mi trabajo en la radiodifusora Amor 101, y me detuve a conversar un rato con mi hermano Arnoldo Efrén, que iba pasando en su carro de servicio de alquiler.
En eso estábamos cuando escuchamos un bullicioso parloteo. A casi una cuadra, se acercaba caminando un grupo de cuatro mujeres. A la distancia, se veían jóvenes, risueñas, simpáticas, y obviamente los “moscorrones zumbando” alrededor. Los galanes por impulso, pues.
A medida que llegaban a donde
estábamos, las vimos bien. En efecto, eran mujeres jóvenes, quizá no menores de
edad, pero ninguna llegaba a los 30. Dos de ellas vestían ropa que intentaba
verse sexy. Las cuatro cargaban latas de plástico, bolsas diversas, un carrito
de jalón, etc.
Cuando pasaron por un lado sin
dejar su ruidosa algarabía, nos dimos cuenta de que sus ropas estaban muy
sucias. Evidentemente tenían tiempo sin asearse, porque sus cabellos lucían
sucios y desparpajados así lo dejaban entrever. Su descuido personal era
manifiesto.
Dos de ellas respondían
escandalosamente con la palabra más común en los tiempos actuales al asedio de
los repentinos galancetes, que enfriaban su acoso cuando se acercaban a las
indolentes muchachas, dejando repentina polvareda tras su arrepentido y
decepcionado intento.
Lo triste fue observar en los
rostros de las féminas la mirada perdida que caracteriza a quien no está en sus
sentidos normales. Miraban sin observar. Reían por nada. Caminaban con algunos
traspiés. No mostraban reflejos seguros. Mi hermano y yo sentimos un poco de
tristeza.
Ya por la noche, cuando salí
(acostumbro frecuentemente venirme caminando a casa), pasaba por el Oxxo que
está contra esquina de Palacio Municipal y ví a una mujer de unos 25 a 28 años,
que detuvo sus pasos y volteó hacia atrás. Vestía un vestido decente y un bolso
que quizá no sea muy barato.
De repente, empezó a increpar
a gritos a alguien, por lo que supuse que le habrían faltado al respeto o algo
así. Sin embargo, el destinatario de su impetuoso reclamo era… nadie. Es decir,
la fúrica dama estaba reprochando algo a nadie que seguramente le hizo nada.
Un poco sorprendido volteé a
verla, y fue cuando observé exactamente la misma mirada perdida de las bulliciosas
muchachas de la tarde. La joven mujer también estaba con sus sentidos
extraviados. Sentí de nuevo la pena.
Hace algún tiempo comenté aquí
mismo que, hoy en día, es común observar a señoras con ropa acorde a la clásica
ama de casa, adquiriendo “algo” en sitios donde se ven sólo sujetos extraños. Y
que la misma mujer que vi comprando ese “algo” en una ocasión, la encontré
después con una apariencia degradantemente lamentable. Era ya una piltrafa.
Hay daños que no respetan
género.
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