Ponerle fin a la corrupción dentro de las dependencias de gobierno, ya no está ni en chino… ahora está en lenguaje alienígena, adaptándonos a las cosas modernas.
Sigo creyendo en la buena fe de un presidente que, como Andrés Manuel López Obrador, tuvo (y quizá tiene todavía) la perspectiva de un gobierno --en lo general-- limpio de las actitudes cochinas de funcionarios rapaces, léperos y desvergonzados.
Pero doy literalmente por
hecho que, a estas alturas, el mandatario ya se dio cuenta de que eliminar el
cáncer que más aniquila al gobierno de los tres niveles para favorecer a
rateros con permiso oficial es punto menos que imposible.
No se puede. Así de sencillo.
¡No se puede!
El negocio ilegal de la
política mexicana está demasiado arraigado como para buscar la forma de
erradicarlo. Y se da hacia donde usted quiera dirigir su interés.
El presidente propone eliminar
los regalos electorales que se dan a través de senadurías, diputaciones y
regidurías por la vía plurinominal.
Los partidos políticos no van
a permitir que la iniciativa prospere. Y me atrevo a decir que hasta los
morenistas se oponen a lo que muchos políticos están calificando como
disparate.
El Presidente quiere terminar
con la más gigantesca agencia de empleos dentro del gobierno, la única en el
mundo que ofrece salarios bastante remunerativos por hacer nada. Esa la
sencilla razón.
El crecimiento desmesurado y
sin control de la delincuencia es que esta misma fomenta la corrupción en las
instancias oficiales, donde muchos “responsables” de salvaguardar la integridad
ciudadana perciben ingresos que protegen económicamente hasta sus futuras
generaciones.
Pero todavía más abajo. En
dependencias estatales y municipales también existen ese tipo de entes
perversos y saqueadores, que aprovechándose de su trabajo exigen pagos
injustificados por hacer lo que por obligación debieran.
Insisto… así de sencillo: ¡no
se puede!
Concluyo esto con la narrativa
de un hecho que ocurrió a este servidor y un colega y amigo, que para evitarle
cuestionamientos de los que nunca faltan, me guardo su nombre.
Propietario de un “vochito”,
lo conducía mientras bajábamos por la calle 25 para tomar la avenida Serdán y
doblar a la izquierda frente a la Plaza de los Tres Presidentes, donde le marcó
el alto un elemento de Tránsito.
Mi amigo detuvo la
circulación, el policía se acercó y lo acusó de haberse pasado el semáforo en
rojo, algo que provocó la carcajada del colega puesto que su afirmación era
totalmente falsa.
La respuesta del agente nos
dejó helados: es tu palabra contra la mía… y la mía es oficial.
Ante tan arbitrario argumento,
mi amigo le pidió que apurara su sanción, porque íbamos apurados. La sala de
redacción en La Voz del Puerto nos esperaba, pero él no sabía que éramos
reporteros.
El agente sacó la casta. Le
pidió 50 pesos para dejarnos ir.
Hay que mencionar que estamos
hablando de algo que pasó hace unos 30 años, quizá más.
Mi amigo sacó los 50 pesos, se
los entregó y enseguida le dijo “ya nos vamos porque tenemos que ir a escribir
notas a La Voz del Puerto”, y metió el cambio para arrancar.
El agente se lo impidió.
Lívido, se asomó para alcanzar a verme a mí también, y le reprochó con un surco
de preocupación en su frente: “¿por qué no me dijeron que son periodistas?”. “Porque
no nos preguntaste”, respondió Pepe.
El policía, ya con síntomas de
angustioso susto, le dijo que le iba a regresar el dinero, cosa que aceptó mi
amigo, y el tembloroso “guardián del orden público” sacó el billete de 50 y se
lo dio.
Entonces vino la lección.
“Discúlpame, pero no te di 50.
Te di cien pesos”.
El “señor policía” se quiso
mostrar indignado, y lo desmintió. Entonces Pepe (ni modo, ya dije su nombre)
le dijo… “ok, déjalo así”.
Antes de reiniciar el camino,
el policía sacó otro billete de 50 pesos y se lo dio.
“¡Pa’que se te quite lo rata,
cabrón!”, le dijo lapidario.
Y nos fuimos a trabajar.
¿Ustedes creen que no lo
volvió a hacer?
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